Emily Dickinson (Amherst, Massachusetts, 1830 – 1886) sólo vivió 55 años, pero en esa corta vida escribió casi 1800 poemas que hablan del amor y de la muerte, del tiempo y de la soledad, y que la convierten en una de las poetas fundacionales en la poesía americana.
A los dieciséis años fue a estudiar a un seminario femenino, pero pronto regresó a casa por una enfermedad que la acompañaría toda su vida. Esa casa familiar se convertiría en un refugio del que saldría pocas veces. Esta reclusión voluntaria –su “blanca elección”, la llamaba- se hizo cada vez más intensa: siempre vestida de blanco, de no salir de casa pasó a no salir de su habitación durante los últimos años de su vida. Recibía a las contadas visitas desde su cuarto y les hablaba a través de la puerta cerrada. Sólo algunas noches de verano abandonaba su encierro y salía al jardín a oler los lirios y las violetas africanas. Aislada, su mundo se redujo al bosque y a los trenes que veía pasar desde su ventana, a su familia y a la correspondencia que mantenía con unas cuantas personas.
Aunque escribía compulsivamente, a todas horas y en todas partes –en trozos de sobres, traseras de envoltorios, etc.-, sin preocuparse por ordenar sus poemas, datarlos o clasificarlos, Emily Dickinson nunca quiso publicar sus versos. No estaba segura de que tuvieran calidad –su métrica no se ajustaba la acostumbrada, utilizaba una puntuación peculiar…-, le preocupaba que no tuvieran vida. Los mostraba a muy pocas personas –a su cuñada y a algunos destinatarios de sus cartas- y mientras ella vivió sólo se publicaron, sin su consentimiento, media docena de poemas. Antes de morir, pidió a su hermana Lavinia que quemara su obra pero tras su muerte, Lavinia fue la responsable de dar su obra a conocer cuando encontró unos cuadernos cosidos por la propia Emily donde recogía parte de sus versos. El resto –esos pequeños papeles, cartas, etc.- los recopiló con gran cuidado para que fueran publicados póstumamente.
Libros del Zorro Rojo acaba de publicar Carta al mundo y otros poemas (traducción de María Negroni), una preciosa edición ilustrada por Isabelle Arsenault que recoge siete poemas de esta autora misteriosa. En palabras de Juan Marqués en el prólogo de El viento comenzó a mecer la hierba (Nórdica libros), los versos de Dickinson «son poemas que acompañan y ayudan a vivir a quien los lee». Si quieren sentirse acompañados, lean a esta gran poeta.
Este artículo apareció publicado el jueves 9 de junio de 2016 en «Artes & Letras», suplemento cultural de Heraldo de Aragón. Aquí podéis descargar el artículo en PDF.
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