Cuando a los 17 años Carson McCullers puso en su dedo por primera y última vez el anillo de brillantes heredado de su abuela, tenía dos sueños: irse de Columbus y dejar huella en el mundo. Hizo las dos cosas: McCullers (Georgia, 1917 – Nueva York, 1967) –por aquel entonces, todavía Lula Carson Smith-, vendió ese anillo en la joyería de su padre y fue su billete hacia una nueva vida en Nueva York. Allí estudió escritura creativa y se casó con Reeves McCullers, con quien hizo un pacto: los dos querían ser escritores, así que se turnarían y cada uno de ellos dedicaría un año a escribir mientras el otro trabajaba y llevaba dinero a casa. “El nuestro sería un matrimonio de amor y escritura”, escribía McCullers, pero el pacto no llegaría a cumplirse: ella nunca dejó de escribir. Su relación fue destructiva: marcada por el alcoholismo, la ambivalencia sexual de los dos –amó a Annemarie Schwarzenbach, Katherine Anne Porter o Erika Mann- y por frecuentes intentos de suicidio, se separaban y volvían a unirse una y otra vez. Vivieron casi siempre separados, Carson se mudó a Brooklyn y compartió casa con W.H. Auden, Christopher Isherwood, Jane y Paul Bowles.
Escribía guiada por «iluminaciones», pequeñas epifanías que llegaban como un relámpago y disparaban historias en su cabeza. A los 23 años, Carson McCullers publicó su primera novela, El corazón es un cazador solitario. De inmediato fue considerada uno de los grandes exponentes del «gótico sureño», junto a William Faulkner, Eudora Welty o Flannery O’Connor. McCullers no podía estar sin escribir -«escribo para sobrevivir», confesaba- a pesar de que era un suplicio para ella: una enfermedad infantil mal diagnosticada afectó su corazón y le provocaba grandes dolores; con la vista mermada e intensas jaquecas, al final de su vida dictaba los textos que ya no era capaz de escribir.
Se cumplen cien años del nacimiento de esta escritora imprescindible y cincuenta años de su muerte. Para conmemorarlo, Seix Barral está reeditando su obra con prólogos que contextualizan los textos y hermosas cubiertas de Sara Morante. Los dos primeros ya han llegado a las librerías: La balada del café triste (prólogo de Paulina Flores) y Reflejos en un ojo dorado (prólogo de Cristina Morales, epílogo de Tennesee Williams; ambas traducciones de María Campuzano). Una buena excusa para leer a estar escritora que no debería pasar de moda.
LA BALADA DEL CAFÉ TRISTE |
REFLEJOS EN UN OJO DORADO |
Este artículo apareció publicado el jueves 2 de febrero de 2017 en «Artes & Letras», suplemento cultural de Heraldo de Aragón. Aquí podéis descargar el artículo en PDF.
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