Una mente atormentada

Una mente atormentada

17-03-2016

Virginia Woolf no fue a la escuela pero escribía desde que tuvo uso de razón. Entre libros, en la gran biblioteca de su padre, a los nueve años preparaba un periódico familiar (The Hyde Park Gate News) con la crónica de lo acontecido en la casa. A los quince, empezó un diario que mantendría durante veintisiete años. Su última entrada, cuatro días antes de quitarse la vida, muestra la importancia de la escritura en su vida. En ella dice: «No puedo escribir. He perdido el arte».

La vida de Virginia estuvo marcada por la muerte (primero su madre, cuando Virginia tenía 13 años; dos años después, su hermana mayor; y por último, siete años más tarde, su padre) y por sus fuertes ataques depresivos -hoy la diagnosticarían con un trastorno bipolar- provocados, tal vez, por los abusos que sufrió de sus hermanastros. La vida, para Virginia, era una estafa.

Tras la muerte de su padre, sus hermanos mayores intentaron que hiciera lo propio de una señorita de la época: la llevaban a bailes y la introdujeron en la vida social londinense. Pero Virginia no era más que un florero, un adorno que debía vestir bien y sonreír a tiempo. En una cena, Virginia decidió iniciar una conversación y habló sobre los Diálogos de Platón.  Se hizo un silencio, el ambiente se tensó. Su hermano, de vuelta a casa, se lo recriminó: «No están acostumbradas a que las chicas digan nada».  Al quedar huérfanos, Virginia se muda con su hermana Vanessa y sus hermanos Adrián y Thoby a Bloomsbury y allí descubre otro mundo.  Los jueves por la noche, Thoby organiza tertulias a las que asisten sus amigos: Lytton Stratchey, Bretrand Russell, John Mayard Keynes,  Wittgenstein, Clive Bell, Roger Fry... Por fin, Virginia puede hablar de filosofía, de arte, de religión... Anota en su diario la diferencia entre su vida anterior y la nueva: «[antes] no se nos pedía que utilizásemos gran cosa nuestro cerebro. Aquí es lo único que utilizamos». El verdadero cambio es que Virginia se siente aceptada como una igual, sin diferencias con los hombres.  El grupo de Bloomsbury había nacido.

En esas tertulias conoció a Leonard Woolf, «un judío sin un penique». Se casaron y en 1917 fundaron Hogarth Press en una habitación de su casa. Ahí publicaron La tierra baldía de T.S. Eliot, las obras de Sigmund Freud o a Katherine Mansfield. También rechazaron el Ulises de Joyce.

Virginia Woolf modernizó la novela inglesa moderna. Quiso que sus personajes se explicaran por sí solos, sin necesidad de un narrador que completase la información. Jugó con el espacio y el tiempo, creó personajes que vivían cinco siglos y que cambiaban de sexo por el camino. Experimentó, jugó con el monólogo interior y puso mucho de su vida en sus obras.  Su ensayo Una habitación propia se convirtió en un texto fundacional para los movimientos feministas modernos en los años 70. Surgió de dos conferencias que impartió en Cambridge, pero la necesidad de contar con un espacio propio la avanzaba desde su primera novela, Fin de viaje (1915).

La publicación de sus libros provocaba en Virginia intensas crisis imposibles de controlar. La angustia que sentía desde que entregaba su manuscrito hasta que se conocían las reacciones de los críticos era  paralizante, la ansiedad y la depresión la asfixiaban. A menudo recoge esta preocupación en sus diarios: «El lector común salió el jueves; hoy es lunes y hasta la fecha no he oído una palabra sobre el libro, ni pública ni privada»; «Dalloway...apenas se ha vendido estos últimos tres días»; «El lector común salió hace ocho días y hasta ahora no ha aparecido ni una sola crítica, y nadie me ha escrito ni hablado del libro, ni ha reconocido su existencia de ninguna otra forma ... todo son señales que indican una acogida apagada, fría, deprimente y un completo fracaso».

A los 59 años Virginia tuvo una crisis que no superó. Volvía a oír voces. La locura había llegado de nuevo. Hace ahora 75 años, el 28 de marzo de 1941, decidió que no podía soportarlo. En el papel azul en el que escribía, dejó  una carta para su marido y otra para su hermana. Salió de casa por la puerta trasera del jardín, apoyada en su bastón, hasta llegar al río Ouse. Allí cargó los bolsillos de su abrigo con piedras y se internó en el agua. Ahogó las voces que la atormentaban y con ellas ahogó su genio, el que le había llevado a escribir obras como La señora Dalloway, Al faro, Las olas u Orlando.

La mayor parte de su obra está publicada en Lumen y la exquisita editorial Nórdica acaba de publicar Kew gardens, tres de sus cuentos ilustrados bellamente por Elena Ferrándiz y traducidos por Magdalena Palmer. Leer estos cuentos y el resto de su obra es la mejor manera de recordar a esta mujer que, aunque no consiguió superarla, hacía suya la frase de Montaigne: «Lo importante es la vida».

 

Una versión reducida de este artículo apareció publicado el jueves 17 de marzo de 2016 en «Artes & Letras», suplemento cultural de Heraldo de Aragón. Aquí podéis descargar el artículo en PDF.

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